"El puente" - Carlos Salazar Herrera

Grabado de Carlos Salazar Herrera
El tema musical de aquel puente de madera, era como una llamada amorosa al corazón de la Chela.
¡Un puente de madera que sonaba como una marimba!
Cada vez que el trote de un caballo hacía sonar la tablazón, la Chela se conmovía y sus alegres palpitaciones se confundían con el tableteo.
La muchacha, entonces, se asomaba por la ventana de su casa, y tan pronto reconocía a Marcial Reyes, echaba a correr por el cercado hacia la vuelta del camino, y allí esperaba al jinete.
Ya el potro sabía que era cosa de detenerse y, como si quisiera lucirse en un desplante, se empinaba en dos patas y adornaba la cabriola con un relincho.
La Chela era huérfana y por eso, vivía arrimada a su padrino. Su padrino le dijo un día:
—Si Marcial Reyes te quiere... ¿por qué no viene a verte a la casa?
Y la muchacha:
—¿Acaso es novio mío?
—Entonces... ¿qué es?
—Pos... nada. Amigo.
—¡Mm!...
Una tarde de luna, Marcial Reyes dejó su caballo al cuidado de un árbol de güitite, saltó sobre el alambre de púas y caminó con la muchacha pastizal arriba.
Ella iba como ceñida a unas riendas trenzadas con palabras...
Y en el refugio confidencial de los pedrones negros que rematan la colina, Marcial Reyes besó a la Chela, y la besó, y la besó...
El viento hacía ondas en las espigas moradas de los pastos de calinguero, y en el refugio confidencial, el constante caer y caer de los cuchillitos de un poro enorme, que había crecido junto a los pedrones.
—¡Cuidao vas a contarle a naide nada! —dijo él.
—No.
—¿Me lo juras?
—Sí.
La Chela hizo con sus dedos el signo de la cruz, y lo selló con un beso más, con un último beso.
A partir de aquella vez, Marcial Reyes no volvió a pasar sobre la marimba del puente. Ahora daba la vuelta por el camino de las lajas, y por el camino de las lajas siguió pasando para ir al pueblo.
Por eso, cada vez que un caballo pasaba sobre el puente, el sonido de las tablas repercutía con dolor en el corazón de la muchacha.
El caso de la pobre Chela era un asunto vulgar; y para que fuera más común, cierta mañana de domingo, Marcial Reyes salía de la iglesia y cogida de su brazo, con el velo y azahares de naranjo, la linda Rosario Víquez.
Pasaron algunos meses. Ya no estaba el pastizal de calinguero, pero en el remate de la colina seguían cayendo, cayendo siempre los cuchillitos del poró, acolchando un lecho vacío, protegido por aquellos pedrones mudos, cómplices, inconmovibles.
Aquellas extrañas piedras como dólmenes... o como menhires.
Y aquel puente sonoro se había vuelto un martirio para la afligida muchacha.
Un día, el cura párroco del lugar, halló a la Chela, mordiendo un cogollito de jocote, sobre el puente de madera.
—Hace tiempos —le dijo— que no vas a confesarte, hija mía.
La muchacha bajó la cabeza.
El párroco insistió:
—¿Por qué no te vas a confesar?
La Chela se encogió de hombros y sin levantar la cabeza, miraba el entablado sonoro del puente.
¡Cómo iba a confesarse, si había jurado... “no contarle a naide nada”!
Una noche tostada de verano, alguien, —nunca se supo quién— le prendió fuego al puente.
¡Qué lástima, un puente de madera que sonaba como una marimba!

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