A sus pies


Como casi todas las mañanas, Carlos se despertó con los primeros claros del alba. Generalmente se levantaba casi enseguida para estirarse y mojarse la cara, antes de poner el agua y prender su primer cigarro. Pero de vez en cuando, como hoy, se quedaba enroscado en la cama, piense que piense, e intentaba volverse a dormir para apagar el fuego de ideas o recuerdos que le bailaban por todas las esquinas de la mente.

Luego de un rato de contar en vano esas ovejas en llamas y ya sudoroso de tanto hacerlo, decidió que lo más sano era salir de la cama. “La cama enferma”, le decía su difunta madre desde chiquillo y, ya de grande, muchas veces se preguntó si más que un refrán para combatirle cualquier traza de vagancia, el dicho de su madrecita no era también una indirecta para referirse a los hijos como suplicios potenciales o, como ella lo diría, “calientes de cabeza”. Después de todo, los bebés se hacen en la cama, ¿no?

Se sentó en la orilla del catre y se restregó los ojos como quien se los limpia para ver clarito, aunque las cuatro paredes de su pieza se las supiera de memoria. Respiró hondo y pensó que hoy era martes, y eso significaba que iba a verla. Sí, hoy le tocaba, como casi todos los martes de los últimos años. Pero hoy era distinto. Se había propuesto que sería la última cita y que ya no podía seguir conversando con ella y abriéndose el pecho repleto de pena si ella no daba señas de contestarle.

Y no era que estuviera resentido. O tal vez sí, un poco, pero sin cólera. Más que resentido, estaba dolido de saber que tantas conversaciones corazón en mano no habían parado en nada. Para él, todo seguía igual. Claro, él entendía. Ella era ella y, por tanto, tenía muchos otros que se sacaban el alma en bocados de palabras para hablarle con sinceridad y, de seguro, esos otros tenían menos rabo que majarles. O ni eso, porque él tampoco era una pieza de Judas. Tal vez, simplemente, esos otros tenían mejor suerte.

Él se había quedado sin trabajo hace unos años y desde entonces todo había venido cuesta abajo. No lo habían echado por incumplido ni por vago, sino por una causa tan injusta como inapelable: ya estaba viejo. Fue cumplir los sesenta y quedar desempleado. Nadie quiere guardas con canas, aunque tuvieran arma propia – como él – y récord intachable. Ahora, ya de sesenta y seis, a la vejez se le unía la enfermedad porque venía mal de unos meses para acá, aunque con nadie lo comentara. Primero pensó que era “viejera” y que por eso le dolía todo. Luego, sacó de cuenta que la “viejera” solía dar por todo el cuerpo y no sólo con dolores horrorosamente punzantes en la cabeza y en la entrepierna, como le pasaba a él.

Todo eso pensaba Carlos mientras se tomaba el café sin más acompañamiento que la maraña de ideas que se le hacía como se hacen las bolas de pelos en los desagües. El primer café siempre se lo tomaba así, “vacío”, y era hasta que empujaba la puerta para dejar entrar el sol – el cual de todas formas ya se colaba por las hendijas - que se ponía las chinelas e iba a dar los buenos días a la casa de su sobrina. A veces, ella misma le servía el segundo café con pan dulce y margarina, pero él se cuidaba de que el convite no fuera más de dos veces por semana para no cansarlos y para no abusar. Total, ya mucho habían hecho ella y su esposo con dejarlo parar su cuartico con retrete en un pedazo del extenso patio.

Carlos vivía con ellos porque no tenía su propia familia. Nunca se había casado ni mostrado mayor interés en hacerlo y tampoco había tenido hijos porque, aunque se lo reservaba para no ofender a nadie, le parecía poco justo traer gente a este mundo sin que lo hubieran pedido. Del tiempo que trabajó – y fueron años de años – no le quedaron más que las marcas de uso en el cuerpo convertidas en desgastes. ¿Pensión? Ninguna. Siempre trabajó en lugares donde le pagaban de contado y sin reportarlo en planilla. Entonces, ahora vivía de los setenta y cinco mil pesos mensuales de la pensión no contributiva – por no decir limosna estatal - que su sobrina le había ayudado a conseguir.

De que no le alcanzaba, no le alcanzaba. Cigarros, café, azúcar, pan, arroz, frijoles, aceite, sal, macarrones, tomates y, de vez en cuando, un atuncillo o un cuarto de molida más el papel higiénico y los pases de los martes para ir a verla, eso era todo. Más bien, mucho le rendía porque él sabía dónde comprar para estirar los pesos. Tampoco se quejaba. Sabía que poco a poco los gastos se le iban reduciendo al mismo ritmo que se le reducía la vida y, al menos tenía el alivio de que las medicinas siempre las conseguía en el Seguro.

El Seguro. Ay Dios. Cómo había ido últimamente al bendito Seguro. Los dolores de cabeza lo tenían entrada por salida en el San Juan. Al principio, le daban lo mismo que a todo el mundo: pastillas para el dolor y una palmadita en la espalda o una sonrisita con aire condescendiente de “No joda más”. Pero luego, al ver que las jaquecas iban en aumento y lo hacían hasta desmayarse , comenzaron a ponerle más cuidado. Exámenes iban y exámenes venían, pero no se concluía nada en concreto. Carlos sabía que eso no era nada bueno, pero se consolaba en que mientras no estuviera internado, no estaba tan mal. Además, sin internamiento aún tenía chance de ir a verla los martes de sagrada visita. Y eso, para él, era como una medicina.

Del dolor en la entrepierna casi no hablaba, ni aún en el Seguro. Algo le comentó hacía unas semanas a un hermano que había venido a verlo ahí a casa de la sobrina. El hermano le había dicho que aunque fuera una tirada debía confiar en los doctores y contarles. Total, ahora las cosas se hablaban más de frente y ya él estaba viejo, así que no tenía por qué darle vergüenza que lo revisaran. Carlos respiraba hondo y, como pensaba que tal vez era algo pasajero, oía los consejos del hermano como quien oye llover.

Esa mañana entonces, chinelas ya calzadas, fue por pan a la pulpería. No pasó primero donde su sobrina porque justamente quería hacer al revés, quería llevar el pan y ser él quien convidaba. Se sentaron un rato con el marido de ella y uno de los chiquitos y comentaron un poco sobre las pintas del nuevo año. Era mediados de enero y, de acuerdo con la tradición, pasados ya los primeros doce días se podía saber cómo sería el clima el resto del año. También hablaron de fútbol - aunque de refilón - y su sobrina le preguntó si hoy, por ser martes, siempre iba para allá a ver a su negra. Él contestó que claro y que tenía pensado irse como a las diez para ir llegando a su destino cerquita del mediodía.

Carlos se despidió para ir a asear  el cuarto y a bañarse. Le dio un beso a su sobrina y le dijo “Que Dios me la acompañe, ¿oye?”. Ella le respondió poniendo su mano sobre el antebrazo de su tío y le dijo que le trajera cajeta de la parada, cajeta de las mechudas, y que llevara suéter porque allá siempre hacía viento en la tarde. Le preguntó también si se iba a ir almorzado o si quería un “gallo” antes de salir, pero él le contestó que con el cafecito que se acababan de tomar estaba más que bueno y que, de por sí, de un tiempo a esta parte casi no le daba hambre.

Cruzó el patiecillo y se metió al cuarto. Corrió las cortinas de la única disque ventana que tenía y las amarró, una a cada lado, con unos cordones de la Liga que otro sobrino le había regalado a fin de año. Tendió la cama, pasó la escoba y se fijó que todo quedara limpio y recogido ahí en el mueble donde tenía el chorreador, la cocinilla de gas y un fregadero rudimentario. Por dicha le había podido coger la fuga que antes botaba y que por un tiempo le había puesto el cuarto hediondo a moho. También se fijó en el baño, antitos de meterse a la ducha, para ver que la bolsa del basurero no quedara con papeles sucios y que, mal que bien, todo estuviera en orden.

Entonces, buscó la ropa con la que se iba a mudar ese día. Se fijó si estaba muy arrugada para ver si sacaba el planchador, pero no hizo falta. Recién lavada y seca, él la había planchado y así la había dejado colgada en el ropero, que en realidad era un tubo pegado a la pared y cubierto con una cortina. Pantalón gris y camisa celeste, eso iba a ponerse. Buscó también el pañuelo celeste y las medias del mismo tono. Alistó la ropa interior y ya cuando estaba por meterse al baño, se acordó también de fijarse en el estado de sus zapatos negros – los únicos, los de salir, los que le iban con la faja – y pensó que mejor los embetunaba mientras se fumaba otro cigarro.

Terminados cigarro y betún, se metió al baño. Se bañó de prisa y no precisamente porque el agua estuviera tan helada – de por sí, hacía calor y, en su piel, el frío era lo acostumbrado – sino porque recientemente había adquirido el hábito de bañarse sin restregarse mucho. Restregarse poco era su estrategia para no verse ni sentirse porque, lejos de escatimar en jabón, Carlos lo que buscaba era evitar palparse el bulto que hace un tiempo había notado allá en sus partes bajas.

Salió del baño, se mudó, se pasó el peine con su “Glostora” de costumbre y se puso un poquito de colonia. No quedaba mucho en la botella pero con un pelito bastaba, porque lo importante era llegar presentado y aseadito a su encuentro con ella. Volvió la vista hacia el pichel y vio que quedaba un asiento del café mañanero. Pensó en botarlo, pero en lugar se lo sirvió y se lo hizo tragado de un solo con la pastilla de la presión. Buscó la suéter y, muy a pesar del consejo de su sobrina, pensó en dejarla porque estorbaba mucho andarla en la mano. Además, recordó que tenía que llevar las flores que iba a comprar en San José centro y ya era mucha carga. Se echó la billetera y el pañuelo en las bolsas de atrás, prensó en la faja una cosita que llevaba para su cita y jaló la puerta.

“Sonia, me voy”, gritó frente a la ventana del baño de la casa de su sobrina. Ella cerró la ducha y le devolvió el grito con un “Dios lo acompañe, tío. Lleve la suéter y no se le olvide mi cajetica, por fa”. “Amén”, contestó Carlos, “me saluda a la chiquita, que no la vi en la mañana”. Y salió de su casa a buscar el bus para San José. De camino a la parada, pensó que tal vez se toparía a alguien conocido para ir conversando en el bus y desviar un poco la mente de los nervios que lo recorrían. Pero no. A las diez y pico de la mañana la mayoría de gente estaba trabajando - fuera o dentro de la casa -  y casi siempre los que viajaban a esa hora eran muchachillos de esos que estudiaban en San José porque tenían el examen de Bachillerato pendiente.

El viaje al centro se le hizo corto. Claro, si no había ninguna presa. De la Plaza de las Garantías caminó hacia el sur en dirección a la siguiente parada. Una vez ahí, buscó las flores que iba a llevar y pensó que, aunque fueran un poquito más caras, hoy quería llevar media docena de calas. Las quería envueltas en plástico transparente y arregladas en forma de ramo. Pero, por más que buscó, no encontró calas en los tres puestos de flores de la parada. “¡Qué carajo!”, pensó. “Las compro allá, cuando llego. Así camino un poquito antes de llegar a verla”.

El segundo bus tardaba más, como cualquiera que recorre un trayecto entre provincias. Los pases estaban cada día más caros y, aunque Carlos había oído que el tren era más barato y eficiente, nunca lo había probado de tan sólo imaginar la caminada que le tocaba de su parada de bus a la estación. Llegó temprano, antes de las doce y se fue directo a comprar las flores. Hacía un sol soberano y la gente se tapaba con sombrillas y periódicos doblados. Cerca del Mercado, el hormiguero humano parecía tan grande como siempre y Carlos pensó que ahora ya nadie se enfrentaba a la famosa cuesta de enero. Luego recordó que ya era quince y se figuró que seguro más bien la gente andaba ya gastando la quincena.

El ramo quedó tal como se lo había imaginado y Carlos lo usó como tapa sol mientras recorría la distancia entre el tramo de flores y su lugar de destino. No se detuvo y, aunque iba nervioso y hasta había pensado en pasar por un trago, decidió que ya estaba muy grande para darse valor con el guaro. Que mejor hablarle a ella en sus cinco sentidos pues, de por sí, estaba seguro de que hoy era la última vez que la veía. Eso le hizo un nudo en la garganta y le aguó los ojos, y entonces deseó fervientemente tener agua, pero nadie vende agua en las cantinas y tampoco les hace gracia que alguien llegue sólo a pedir un vaso.

Una vez en la puerta, Carlos sintió un escalofrío que le bajaba por toda la espalda. Sabía que iba a ser difícil, pero nunca se imaginó que tanto. Entró despacio, como de rodillas, y le dio las flores. Se sentó de frente y aunque no quería llorar, tampoco podía evitarlo y así, entre sollozos desesperados, le dijo que lo perdonara, que hasta ahí llegaban sus visitas y sus conversaciones. Que ya no tenía fuerzas ni valor para seguir. Ella, como siempre, no contestó. Se quedó impávida, toda de piedra, y ni siquiera parpadeó cuando de repente se oyó el disparo.

La sangre de Carlos había salpicado el suelo y la banca, pero a ella no había alcanzado siquiera a tocarla. Ese último gesto, el punto final de su oración, había sido precisamente volarse los sesos como mártir de su propia angustia. Como víctima del abandono y del desconsuelo. Como un saldo humano más en la cifra nunca escrita de quienes mueren a manos de la soledad y de la desesperación.

Al otro día, los periódicos reportaban en primera plana “Se mata a los pies de la Negrita” y “Suicidio en la Basílica”. Los representantes de la iglesia hablaban de sacrilegio y de ritos de purificación – incluida la quema de la banca - para el santuario de la Patrona Nacional. Cosa curiosa que nunca se ha oído ni se ha hecho público rito alguno cuando del otro lado del altar quien oficia resulta ser un pederasta o pedófilo. Poco parecía importarles el dolor extremo que debió haber sentido aquel devoto, anciano, pobre y enfermo, para quitarse la vida de un solo tiro de gracia a los pies de su altar.

Descanse en paz.  
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Dedicada a la memoria de don Carlos Luis Badilla Delgado.

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