Desigualdades en vitrina


El domingo pasado a medianoche, con el Zócalo en vísperas de Año Nuevo, conocí a Juan y a su hermano: dos hermanos post-adolescentes e idénticos como gotas que venden chalinas bordadas, entre otras artesanías en el costado oriente de la Plaza Mayor.

Me llamó la atención que - al pedirles una chalina de mariposas pero en un color más oscuro que la terracota que me ofrecían - se hablaron en una lengua originaria y, tras preguntarles, supe que son indígenas náhuas guerrerenses que migraron a "hacer la vida" en la gran ciudad ante la falta de oportunidades pero especialmente ante la violencia e impunidad devastadora que hoy castiga su pueblo.

Juan, el mayor (pero no ha de serlo por mucho) desdibujó su sonrisa incompleta de comerciante para contarme que el flagelo del narco, de las maras y de las mafias políticas que "hacen desaparecer a la gente hoy cabalga libre por su tierra. Le pregunté si su comunidad está cerca de Iguala y me dijo un lacónico "Sí, señorita" que ambos entendimos sin decir más, pues Iguala es el municipio al que pertenece la hoy nefastamente célebre localidad de Ayotzinapa.

Le dije entonces que dónde vivían acá en D.F. y me contestó que en Naucalpan, saliendo hacia el Estado de México. Horas después, en un tour contratado, le pregunté al guía hacia qué lado estaba Naucalpan y me dijo "Hacia el noroeste de la ciudad, como saliendo a Guanajuato. Pero ahí ni se le ocurra ir."

Esa noche que conversamos en plena plaza, Juan me contó también que, aunque no es propiamente una cooperativa, ellos están con una organización de artesanas/os indígenas aún no reconocida por el gobierno de la ciudad y que por eso los pasan "corriendo".

Ahí aproveché para preguntarle, como de pasadita, cómo ve el nuevo gobierno y me dijo (para mi sorpresa y para mi aterrizaje a la realidad) "Pues todavía no lo veo, pero ha de ser igual. Él, cuando estaba aquí en D.F. nunca nos quiso ayudar."

Pasados tres días, me vi de frente a otra "realidad" indígena: la de las vitrinas impecables e impresionantes del Museo Nacional de Antropología, perla induscutible de la nación mexicana. Y ahí, a pesar de su grandeza e impresionante rigurosidad académica, al estar en el máximo mausoleo de lo autóctono no pude evitar sentir un rechazo al vernos a nosotros, turistas, curioseando entre las vitrinas que honran el legado al mismo tuempo que delatan la devastación y el genocidio de culturas originarias avanzadas, las cuales hoy - quinientos y resto de años después - siguen brutalizadas y marginadas.

No pude evitar pensar en la hipocresía intrínseca a venir a "curiosear lo indígena" en las representaciones patrocinadas por la hegemonía pues a la entrada del museo hay un gran rótulo de "Con el apoyo de Fundación Televisa" que también consigna el agradecimiento a varias familias de apellido europeo.

Peor aún, venir a curiosearlo como la mayoría actual de quienes visitan el museo: sin detenerse a leer nada y sólo preocuparse por la "selfie" posada al estilo Rihanna, con trompita parada y grandes lentes oscuros frente a cada una de las piezas que consideran "meritoria" de ser reflejada en sus redes.

Ese infaltable autoretrato que hoy reemplaza el inolvidable "X estuvo aquí" de hace un par de décadas y que más de una vez fue escrito como blasfemia en monumentos y sitios arqueológicos. El eterno y perenne reflejo de sí mismas/os que es tan inherente a ese consumo de experiencias que llamamos turismo.

Por último, un anuncio en la radio de la cafetería a la que fuimos al venir del museo anuncia con bombos y platillos la creación del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas. Urgente en relevancia y pertinencia. Tardío, y no de años sino de siglos.

Igual estamos nosotros y probablemente el mundo entero: disfrazando la discriminación de exotismo y la hipocresía de curiosidad.

Nada que agregar.

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