Enero 2015: ecos de la sociedad hipsterizada

La sociedad hipsterizada
El año comienza con acontecimientos movidos en la arena de lo político y de la política. A nivel global, hechos que ponen sobre la mesa el debate sobre derechos y responsabilidades, tolerancia fanatismo y, sobre todo, moda. En el escenario local, sucesos que provocan que la mayoría invoque a Cher -"If I could turn back time"- y que los menos - que lastimosamente lo fuimos en febrero 2014 - digamos a coro "Yo no fui, fue teté, y muy probablemente fue usté".

Sin embargo, y aunque no pareciera fácil encontrar un hilo conductor para decodificar los eventos que suceden en ambas esferas, el fin de semana pasado pensé que, en ambas dimensiones, es posible evidenciar las consecuencias tangibles de la sociedad hipsterizada en la cual la pose, en todo sentido y a todo nivel, le ha robado preponderancia al contenido. Comencemos.

El mundo hipster. Los hipsters constituyen una sub-cultura urbana cuyos miembros suelen ser personas blancas (al menos, culturalmente) de áreas urbanas y de clase media a alta, integrantes de la Generación Y (“millennials” o que llegaron a la edad adulta cerca del año 2000) y que hacen gala de un rebuscado estilo ecléctico – el cual está muy lejos de ser espontáneo – caracterizado por la música alternativa, la moda “trasgresora” que busca sus prendas en tiendas de segunda mano (o en lugares donde lo nuevo aparente ser usado) sin que para ello medie una motivación económica y la preferencia de alimentos artesanales y estilos de vida “alternativos” a las formas de vida que ellas y ellos consideran masivas.

Debe anotarse que quienes integran esta subcultura rara vez se autodenominan “hipsters” y, por el contrario, ven el término como peyorativo. Sin embargo, la palabra es ampliamente usada en estudios culturales y en mercadeo, donde se ha llegado a la conclusión de que esta tribu urbana (sí, una más) busca encarnar – sin necesariamente lograrlo – la posmodernidad y sus contradicciones, desde la  estética con el exagerado vello facial que define las calculadas barbas en los hombres, los anteojos de pasta que buscan dar un aire intelectual a toda costa, las pavas rectas que tapan los dedos de frente (sean muchos o pocos) y en las chicas las uñas pintadas con al menos una de diseño diferente. En pocas palabras, a walking cliché.

Sin embargo, más que la semiótica de su apariencia, los hipsters se reconocen por ser una subcultura enteramente basada en el consumo pues, a diferencia de otras tribus como los hippies, los punks y hasta los rastas, su génesis no se enmarca en una protesta social, económica o política, sino en un abrazo al consumismo, siempre y cuando este se les presente en una escala que los haga sentir globalmente locales. Esto es, los hipsters suelen apoyar iniciativas tipo back-to-basics (por más glamorosas y caras que sean) y compran bienes y servicios que perciben como representaciones fashion de su cultura local, pues están dispuestos a pagar (y mucho) siempre y cuando el producto en cuestión se sienta individualizado y personal.

Luego, los hipsters no rechazan el consumismo y, por el contrario, lo apoyan en nuevas, diversas y onerosas formas. En su óptica, todo es mercadeable y así proceden bajo su premisa de que mientras la producción no sea masiva, el comercio es más que bienvenido. El comercio de todo, y de todas y todos. Así, no es de extrañar que el impacto de la subcultura hipster sea visible en tendencias como la comercialización de los dichos populares, – estampados en camisetas que se venden pues ya no basta con decirlos, ahora también hay que lucirlos - la invasión de la fotografía comercial en la vida privada, – hoy ya no es suficiente vivir los momentos y atesorarlos en la memoria o en imágenes caseras, por lo que las sesiones profesionales hacen que la vida sea mercadeable en redes sociales y que la felicidad aparente, que desea venderse como cierta, sea un poco más creíble a los ojos desnudos de análisis – el consumo de alimentos etiquetados como artesanales y que se venden a precios astronómicos, – como muestra, la trágica mutación del nombre del pan casero por pancito artesanal libre de preservantes – los anteojos de pasta gruesa que se posan sobre ojos carentes de miopía y mucho más carentes de lectura y, en general, una existencia orientada a la pose. La cultura del cupcake, como suelo decir, enfocada a la apariencia en detrimento del contenido.

Protesta en Yo mayor. La primera semana de enero abrió el año con el asesinato de doce personas durante la matanza en las oficinas del semanario francés Charlie Hebdo, entre ellos cinco de sus caricaturistas más reconocidos, uno de los cuales además fungía como editor en jefe de la publicación. La masacre, tanto como los dramáticos eventos que le sucedieron en París, captó la atención del mundo y de inmediato tanto el hashtag #jesuischarlie como el slogan escrito en letreros llevados a mano se convirtió en una moda viral.

En cuestión de horas, el mundo fue testigo de marchas en diversas ciudades del mundo con dolientes que en su mayoría no conocían previamente el semanario, su tinte ni sus contenidos pero que de pronto desfilaban para exhibir a gritos (y, por supuesto, documentar en selfies) su compromiso intachable con la libertad de expresión, aunque – como ocurrió en el caso tico – semanas antes muchos de estos nuevos activistas de la pluma y del verbo hayan querido crucificar a un ex miembro del Ejecutivo por una caricatura de mal gusto que este – usuario compulsivo de las redes sociales – publicó con ocasión de la Navidad.

Luego - y sin hacer una apología de esa publicación que considero profundamente desafortunada y neoliberal pero válida bajo el marco de referencia del derecho a expresarse especialmente de alguien que, al momento de publicar, ya no era miembro de ningún órgano de gobierno - queda la interrogante de si los nuevos apóstoles y apostolesas de Je suis Charlie habrían abrazado con tanta rapidez la causa si ésta no hubiera provenido de la Ciudad de las Luces. Esto porque ataques terroristas con saldo mortal tristemente los hay con demasiada frecuencia, pero pareciera que sus muertos no resuenan tanto en el imaginario global de la pose.

Lo anterior, sin embargo, no significa que no sea lamentable  el asesinato de estos artistas y libre pensadores – no mártires - cuya pluma al menos los puso siempre punto y aparte de quienes hoy los lloran como héroes: en el tan ansiado y exclusivo territorio del talento y de la originalidad. De estar vivos, probablemente ya habrían caricaturizado también a los consumidores de causas chic (dicho está, en la sociedad hipsterizada todo es consumible) que masivamente los lloraron rotulito en mano porque, por triste que suene, sólo tras recibir balazos de fanáticos extremistas es que la verdad ácida parece ponerse de moda.  

No toda escoba nueva barre bien. Pasemos ahora a nuestro propio patio. Tras ocho meses de haber asumido (¿consumido?) el poder, hoy parece necesario apuntar el dedo hacia los 1.3 millones de compatriotas que hace un año hacían de fans en concierto en la Plaza Roosevelt y se llenaban la boca al decir que "Con Costa Rica no se juega". La lengua castiga sin palo ni azote y ahí está la labor desempeñada en este tiempo como testaferro de que no sólo se juega, sino que se vacila al armar toda una pachanga y entre puros compas. En dos platos, no basta con ser amable y carismático para llevar a buen puerto los destinos del Estado.

Los 1.3 millones que reían sin parar las graciecitas de las selfies, del nombramiento de déspotas amiguitos en cargos hiper álgidos, del llenado del gabinete con pegabanderas titulados - título o no, pegabanderas es pegabanderas porque se paga un favor político - de videítos de proselitismo difundidos en contienda electoral bajo el nombre de instituciones del Estado - y cuya coincidencia con planes de gobierno de los candidatos en competencia es tan vergonzosa como estúpida - y de toda esta amalgama de desaciertos que si vinieran de otras opciones políticas serían objeto de marchas diarias y otras protesticas pura pose.

El voto hipster, adornado con hierberas de colores, una vez más consumió el producto que le vendieron como diferente. La efervescencia de una opción que se mercadeó con tácticas provenientes del comercio de bebidas gaseosas, obnubiló a propios y a extraños que guiados por la semiótica de los colores, de las bicicletas, de los chonetes y de las sonrisas – todos símbolos que aluden a la subcultura anteriormente descrita – nunca consideraron la importancia del contenido, de la propuesta responsablemente formulada más allá de la denuncia, de la experiencia en el ejercicio de la función pública y de la implicación ética (tanto por parte de oferentes como de demandantes) de someter el nombre propio como opción para administrar las riendas del Estado.

Otro Charlie. Mientras tanto, un hecho trágico permanece vivo en mi memoria. La mañana del martes de la semana pasada, don Carlos Badilla Delgado, vecino de San Rafael Abajo de Desamparados y de 66 años, se quitó la vida de un balazo dentro de la Basílica de los Ángeles en Cartago. “Charlie”, como le decían familiares y amigos, dejo una escueta nota en la que afirmaba ya no poder más con su sufrimiento.

De inmediato – y en uno de los peores manejos de crisis que he visto – la Iglesia católica local corrió a anunciar por todos los medios que debían realizar varios ritos de purificación del templo, pues éste había sido gravemente profanado. Cosa curiosa, pensé, que nunca hemos oído ni se han hecho públicos ritos de purificación alguna cuando del otro lado del altar quien oficia ha sido un pederasta.

Y es que don Carlos no fue a la Basílica sólo ese día. Era un asiduo visitante de “La Negrita” y, según la prensa, una vez por semana iba a Cartago para verla. Sin embargo, y trágicamente, Charlie no parece haber encontrado en el templo lo que debió haber recibido de su iglesia – la compasión, la calidez, la contención y el apoyo – y, por tanto, los buscó siempre al pie de  una imagen ante la cual luego decidió poner punto final a su calvario.

Su muerte, no obstante, no desencadenó hashtags ni marchas o protestas. Nadie se movilizó por el adulto mayor soltero, sin hijos, profundamente deprimido, que recibía una pensión mensual de 76 mil colones – gestionada por una sobrina – y que recientemente había sido diagnosticado con un problema cerebral.

Sirva su muerte entonces para discutir las falencias de nuestro sistema de salud pública, especialmente en materia de salud mental, la tenencia ilegal de armas, la exclusión socioeconómica en etapas posteriores de la vida y en plena transición demográfica y, sobretodo, la imperante necesidad de que quienes hoy nos gobiernan y administran los recursos colectivos - a toda escala  - comiencen a asumir las responsabilidades más allá de la esfera de la pose.
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* Politóloga, educadora y filóloga en lengua inglesa. http://lasbarbasenremojo.blogspot.com

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