Como casi todas las mañanas, Carlos se despertó con los primeros claros del alba. Generalmente se levantaba casi enseguida para estirarse y mojarse la cara, antes de poner el agua y prender su primer cigarro. Pero de vez en cuando, como hoy, se quedaba enroscado en la cama, piense que piense, e intentaba volverse a dormir para apagar el fuego de ideas o recuerdos que le bailaban por todas las esquinas de la mente. Luego de un rato de contar en vano esas ovejas en llamas y ya sudoroso de tanto hacerlo, decidió que lo más sano era salir de la cama. “La cama enferma”, le decía su difunta madre desde chiquillo y, ya de grande, muchas veces se preguntó si más que un refrán para combatirle cualquier traza de vagancia, el dicho de su madrecita no era también una indirecta para referirse a los hijos como suplicios potenciales o, como ella lo diría, “calientes de cabeza”. Después de todo, los bebés se hacen en la cama, ¿no? Se sentó en la orilla del catre y se restregó los ojos como qui